Bueno, siento haber tardado tanto en subir más cosas, pero he estado liada con la novela, la cual terminé hace unos días, y que actualmente se encuentra en el aburrido proceso de corrección y reescritura. Pero en fin, aquí estoy. Solo digo que tampoco está corregido (qué típico), y que espero volver pronto. Espero que os guste, y pasad un feliz verano (o lo que queda de él). Y, bueno, una cosa más: necesito comentarios ahí abajo con vuestras opiniones. Gracias.
Atentamente,
Unlimited World.
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La casita del árbol
Hugo no podía apartar la mirada de la ventana, donde las
gotas de lluvia golpeaban con furia el cristal. El cielo, más negro que gris,
parecía no querer parar de azotar la Tierra con su mejor armamento. Cada poco
tiempo, un relámpago de luz cegadora surcaba el cielo, seguido de un
ensordecedor trueno, que hacía que se arrebujara aún más entre las mantas.
Sus padres veían tranquilamente la tele, acariciando al
cachorrito que acababan de comprar, que estaba incluso más atemorizado que el
pequeño. Este no tenía miedo de la tormenta, sino de su árbol, aquel que
adornaba su jardín desde que había nacido y que hacía de protector para su
fortaleza: la casita que había escondida entre las ramas de la copa.
En ese momento, tras otro atronador rayo, la casa se quedó sin
electricidad. Sus padres miraron por encima del hombro para comprobar que su
hijo no estaba demasiado asustado. Luego, su madre comentó, tranquilamente:
–Parece que habrá que esperar a que amaine la tormenta. –Y
añadió, mientras se levantaba–: voy a por unas velas.
Su marido asintió, incorporándose también. Se dirigió al
lugar del sillón que ocupaba Hugo y se sentó a su lado.
–¿No estás asustado?
El niño negó con la cabeza. Las tormentas eran muy
frecuentes en Florida, y, aunque nunca había visto una tan bestial, seguía
pensando que era lo mismo.
En ese momento, una deslumbrante luz penetró desde la
ventana, haciéndoles cerrar los ojos. Después, el ruido le dejó un molesto
pitido en el oído a Hugo, pero eso no fue lo que más le asustó. Ni siquiera el
peligroso tiemble de su casa le hizo temer por sí mismo o su familia. No, todo
su pánico se lo llevaba la casita del árbol, que ahora ardía.
Eric estaba tumbado en su cama, tratando de obviar el sonido
de la lluvia, cuando su madre entró en su habitación sigilosamente. El niño se
incorporó, dándole a entender que no había conseguido conciliar el sueño. A
pesar de que la tormenta ya había pasado, todavía se escuchaba el sonido de la
lluvia chocando contra el cristal de su ventana.
–Ha llamado Hugo –dijo la mujer.
Eric esbozó una sonrisa automática. Conocía a Hugo desde los
cuatro años, ahora tenían once, y, aunque no iban al mismo colegio, su amistad
nunca había peligrado: la casita del árbol los mantenía unidos, como si fuera
superglue.
Cogió con emoción el teléfono que su madre le tendía.
–¿Hugo? –preguntó, colocándose el aparato en la oreja.
–¡Eric! ¿Has visto la tormenta?
–Bueno, más bien la he oído. –En seguida se percató de que
su amigo no estaba del todo bien. Le temblaba la voz–. ¿Te pasa algo?
–El árbol, Eric. Ha caído un rayo y han tenido que venir los
bomberos a apagar el fuego –su amigo se echó a llorar, desconsolado.
Eric no pudo hacer otra cosa que guardar silencio, mientras
asimilaba lo que su mayor confidente le acababa de decir. La única cosa que les
unía había sido consumida por las llamas.
–¿Qué vamos a hacer ahora? –inquirió, finalmente, con voz
queda.
Hugo trató de serenarse.
–Podemos ir a jugar al fútbol al parque –sugirió.
–Odio el fútbol.
–Y… ¿a montar en bici?
–No puedo, tampoco. Mi bici se rompió el año pasado y no
tenemos suficiente dinero para comprar otra –Eric hizo una mueca–. Y si… ¿te
vienes a casa y jugamos a la videoconsola?
–De ninguna manera. Odio pasarme todo el día encerrado en
casa.
Eric suspiró. Parecía que lo único que tenían en común era
la casita del árbol.
–Bueno… pues ya nos veremos, supongo.
–Sí. Hasta otra –Hugo fue el primero en colgar, muy a su
pesar.
Se le hizo un nudo en el estómago mientras devolvía el
teléfono a su madre. Eric hizo lo mismo. Ambos sentían que habían perdido algo
muy grande, pero ninguno sabía decir el qué.
Cuando terminaron de quitar los escombros y pudieron
derribar el árbol, los padres de Hugo no dudaron en plantar uno nuevo. Habían
pasado cinco años desde aquello. Los dos niños ya eran casi unos hombres, y,
aunque no se habían vuelto a ver, todavía conservaban los buenos recuerdos del
tiempo que habían pasado juntos.
El destino quiso que a Hugo le encontraran un osteosarcoma
en la pierna cuando tenía quince años. Lo que no sabía, era que, no muy lejos
de allí, su mejor amigo de la infancia tenía otro en el brazo, el cual habían
encontrado apenas unos meses antes.
Lo que ambos desconocían, era que se habían conocido en una
consulta, mientras esperaban a ser atendidos. Los dos habían sido niños muy
enfermizos, por lo que habían estudiado en casa hasta los seis años, cuando su
sistema inmunitario había empezado a funcionar bien.
Sus padres los habían juntado para que se dieran un apoyo
mutuo, porque, en realidad, se entendían mejor de lo que ellos pudieran llegar
a creer.
Pero ellos habían perdido el contacto, creían que nunca más
se iban a volver a ver. De todas maneras, a ninguno le importaba mucho. Ahora
tenían otros amigos.
Y, sin embargo, el destino es traicionero.
A Eric le diagnosticaron que el osteosarcoma había hecho
metástasis en los pulmones, dándole así una esperanza de vida del 30%. La noche
en que le dieron la mala noticia, se tumbó en la cama, mirando al techo y
sumido en sus cavilaciones.
Entonces, por algún motivo, sus pensamientos le llevaron a
Hugo y al tiempo que habían pasado juntos, las risas que habían compartido.
Estar con él era lo mejor que le había pasado en la vida, pero se había dado
cuenta demasiado tarde.
Los años que habían pasado separados no habían sido ni de
lejos tan buenos como aquellos días en los que se permitían soñar despiertos,
disfrutando de la compañía del otro. Sintió un dolor en el pecho que distaba
mucho de ser físico.
Esa sensación de vacío que había sentido desde el desastroso
día en que la casita había estallado en llamas ahora por fin tenía un nombre:
Hugo. ¿Cómo no podía haberse dado cuenta antes?
Finalmente, se quedó dormido con una promesa que le hizo a
su almohada.
Hugo estaba en el salón jugando con Cob, el perro que habían
adoptado cinco años atrás, cuando vio aparecer una sombra fuera de la casa,
esperando tras la valla, sin saber si pasar o no.
Se levantó, entrecerrando los ojos. Aquella figura le sonaba
de mucho, y su mente luchaba para arrancar los recuerdos. Finalmente, Eric se
decidió a empujar la puertecita y enfilar el camino de entrada.
Hugo, con cada paso que daba el otro, estaba más y más
confundido. No obstante, aquello se mezclaba con otro sentimiento aún más
fuerte: alegría.
Salió a recibir a Eric con una sonrisa tímida en la boca.
Sin embargo, en cuanto el otro le hubo visto, Hugo no pudo evitar correr a
abrazar al que un día fue su mejor amigo. Se estrecharon fuertemente, ninguno
sin poder creerse que, después de tanto tiempo, el destino hubiera decidido
unirlos de nuevo.
En ese momento, la madre de Hugo salió al jardín, justo a
tiempo de verlos abrazados antes de que se separaran. No pudo evitar evocar
otro recuerdo que tanto se parecía a la imagen que tenía delante. Era la misma,
solo que, ahora, ambos eran más altos y habían crecido físicamente; además,
Eric llevaba el pelo más corto.
Decidió dejarlos solos, por lo que volvió dentro para que
pudieran ponerse al día. Había más que contar de lo que ninguno creía.
Eric echó un vistazo al árbol, que aún no había crecido lo
suficiente, y sintió pena y añoranza por aquellos tiempos.
–Hugo –le llamó Eric–. Tenemos que reconstruir la casa.
Su amigo no podía estar más de acuerdo, pero había un
problema.
–¿Dónde?
–¿Te acuerdas del bosque que hay al lado de mi casa? Casi
nadie pasa por allí. Podemos encontrar un árbol que se adapte y empezar allí.
Hugo sonrió y asintió. Se pusieron manos a la obra esa misma
tarde, y, aunque tardaron un par de horas en encontrar el lugar perfecto para
construir su nueva casa del árbol, se lo pasaron como nunca, bromeando y
contando anécdotas del pasado y otras cosas que habían ocurrido en el tiempo
que habían pasado separados.
Así, día tras día, los dos amigos se reunían para avanzar en
su proyecto. La casita crecía cada día un poco más, y su amistad se consolidaba
incluso más que cuando eran pequeños.
Cuando solo quedaba dar una mano de pintura y decorar su
pequeño tesoro, a Eric le dio un paro cardiorrespiratorio, a causa del esfuerzo
que había hecho para construir la caseta combinado con el cáncer que padecía.
Fue rápidamente transportado al hospital, y Hugo no le
abandonó en ningún momento, a excepción de cuando los médicos se lo ordenaron.
Una hora después, le dijeron que estaba vivo, pero en estado grave. El cáncer
había avanzado.
Hugo pensó en volver a casa, pero decidió pasarse por la
casita para ver cómo había quedado, ya que no había tenido oportunidad para
ello. Las escaleras colgaban hacia abajo, invitándole a subir. Lo hizo.
Dentro, se encontró con que la casa no estaba tan vacía como
había pensado. Se suponía que no iban a meter cosas hasta que terminaran de
pintarla, pero el papel que había cuidadosamente doblado en el suelo indicaba
lo contrario.
Hugo lo recogió.
Era un mensaje de Eric, para él.
Hugo, algo me dice que
no me queda apenas tiempo. Me duele el pecho, siento que la vida se me acaba. Sin embargo, no te he
dicho nada. Lo más probable es que mientras leas esto, yo ya no estaré a tu
lado. Pero, créeme, encontraré la manera de estarlo.
Cuando me
diagnosticaron la metástasis, me puse a pensar en los mejores momentos que
había tenido a lo largo de toda mi vida. Tú estabas en todos ellos, al igual
que la modesta casita.
Por eso, lo último que
quiero hacer antes de desaparecer de este mundo, es pasar tiempo contigo,
reconstruyendo nuestros mejores recuerdos, nuestro refugio. Siento haber
tardado tanto tiempo en ir a buscarte, amigo.
Hace mucho tiempo que
me hice a la idea de que no sobreviviría. Lo acepto y estoy preparado, y lo
mismo debes hacer tú. Solo te pido un favor, un último favor. Quiero que me
entierren debajo de este árbol, al pie de nuestro último tiempo juntos. Por
favor.
Muchas gracias por
todo. Te quiero, y asegúrate de tomarte tu tiempo para reunirte conmigo.
–Eric.
Hugo volvió a doblar la carta, con lágrimas en los ojos. Él
se estaba curando, pero su amigo probablemente no sobreviviría aquella noche.
¿Por qué no le había avisado de que algo iba mal? A lo mejor podrían haber
evitado el paro cardíaco.
No obstante, ya no había nada que pudiera hacer. Tan solo le
quedaba tener fe.
En ese momento, su móvil sonó. En la pantalla aparecía el
número de su madre. Él cogió, tratando de evitar que la voz le temblara. Le fue
imposible cuando su madre le anunció que su mejor amigo había pasado a una vida
mejor.
Un hombre caminaba por el bosque, cogiendo con la mano a su
primogénito, de once años. Había hecho ese camino cada día desde hacía veinte
años, sin excepción alguna.
Por fin, llegaron a su destino: un imponente árbol, a cuya
merced había una piedra con un nombre y un par de fechas escritas. Arriba, las
flores y los tributos llenaban la pequeña casita.
–¿Te acuerdas de todas las historias que te conté sobre el
luchador que era tan valiente que no temía a la muerte?
El niño asintió, pues no se podía quitar de la cabeza
aquellas fascinantes historietas que su padre le contaba cada noche sobre un
chico que, a pesar de todos los problemas que tenía, ayudaba a su mejor amigo y
luchaba cada día contra el mal que le aquejaba, sin derrumbarse ni una sola
vez.
–¿Qué es este lugar, papá?
–El sitio donde descansa ese héroe. Coloca ahí las flores
–el niño obedeció, y luego se quedaron un rato en silencio, hasta que su padre
le dijo–: Ya es hora de que volvamos a casa, Eric.