lunes, 18 de agosto de 2014

Relato - La casita del árbol

Bueno, siento haber tardado tanto en subir más cosas, pero he estado liada con la novela, la cual terminé hace unos días, y que actualmente se encuentra en el aburrido proceso de corrección y reescritura. Pero en fin, aquí estoy. Solo digo que tampoco está corregido (qué típico), y que espero volver pronto. Espero que os guste, y pasad un feliz verano (o lo que queda de él). Y, bueno, una cosa más: necesito comentarios ahí abajo con vuestras opiniones. Gracias.
Atentamente, 
Unlimited World.

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La casita del árbol
Hugo no podía apartar la mirada de la ventana, donde las gotas de lluvia golpeaban con furia el cristal. El cielo, más negro que gris, parecía no querer parar de azotar la Tierra con su mejor armamento. Cada poco tiempo, un relámpago de luz cegadora surcaba el cielo, seguido de un ensordecedor trueno, que hacía que se arrebujara aún más entre las mantas.
Sus padres veían tranquilamente la tele, acariciando al cachorrito que acababan de comprar, que estaba incluso más atemorizado que el pequeño. Este no tenía miedo de la tormenta, sino de su árbol, aquel que adornaba su jardín desde que había nacido y que hacía de protector para su fortaleza: la casita que había escondida entre las ramas de la copa.
En ese momento, tras otro atronador rayo, la casa se quedó sin electricidad. Sus padres miraron por encima del hombro para comprobar que su hijo no estaba demasiado asustado. Luego, su madre comentó, tranquilamente:
–Parece que habrá que esperar a que amaine la tormenta. –Y añadió, mientras se levantaba–: voy a por unas velas.
Su marido asintió, incorporándose también. Se dirigió al lugar del sillón que ocupaba Hugo y se sentó a su lado.
–¿No estás asustado?
El niño negó con la cabeza. Las tormentas eran muy frecuentes en Florida, y, aunque nunca había visto una tan bestial, seguía pensando que era lo mismo.
En ese momento, una deslumbrante luz penetró desde la ventana, haciéndoles cerrar los ojos. Después, el ruido le dejó un molesto pitido en el oído a Hugo, pero eso no fue lo que más le asustó. Ni siquiera el peligroso tiemble de su casa le hizo temer por sí mismo o su familia. No, todo su pánico se lo llevaba la casita del árbol, que ahora ardía.

Eric estaba tumbado en su cama, tratando de obviar el sonido de la lluvia, cuando su madre entró en su habitación sigilosamente. El niño se incorporó, dándole a entender que no había conseguido conciliar el sueño. A pesar de que la tormenta ya había pasado, todavía se escuchaba el sonido de la lluvia chocando contra el cristal de su ventana.
–Ha llamado Hugo –dijo la mujer.
Eric esbozó una sonrisa automática. Conocía a Hugo desde los cuatro años, ahora tenían once, y, aunque no iban al mismo colegio, su amistad nunca había peligrado: la casita del árbol los mantenía unidos, como si fuera superglue.
Cogió con emoción el teléfono que su madre le tendía.
–¿Hugo? –preguntó, colocándose el aparato en la oreja.
–¡Eric! ¿Has visto la tormenta?
–Bueno, más bien la he oído. –En seguida se percató de que su amigo no estaba del todo bien. Le temblaba la voz–. ¿Te pasa algo?
–El árbol, Eric. Ha caído un rayo y han tenido que venir los bomberos a apagar el fuego –su amigo se echó a llorar, desconsolado.
Eric no pudo hacer otra cosa que guardar silencio, mientras asimilaba lo que su mayor confidente le acababa de decir. La única cosa que les unía había sido consumida por las llamas.
–¿Qué vamos a hacer ahora? –inquirió, finalmente, con voz queda.
Hugo trató de serenarse.
–Podemos ir a jugar al fútbol al parque –sugirió.
–Odio el fútbol.
–Y… ¿a montar en bici?
–No puedo, tampoco. Mi bici se rompió el año pasado y no tenemos suficiente dinero para comprar otra –Eric hizo una mueca–. Y si… ¿te vienes a casa y jugamos a la videoconsola?
–De ninguna manera. Odio pasarme todo el día encerrado en casa.
Eric suspiró. Parecía que lo único que tenían en común era la casita del árbol.
–Bueno… pues ya nos veremos, supongo.
–Sí. Hasta otra –Hugo fue el primero en colgar, muy a su pesar.
Se le hizo un nudo en el estómago mientras devolvía el teléfono a su madre. Eric hizo lo mismo. Ambos sentían que habían perdido algo muy grande, pero ninguno sabía decir el qué.

Cuando terminaron de quitar los escombros y pudieron derribar el árbol, los padres de Hugo no dudaron en plantar uno nuevo. Habían pasado cinco años desde aquello. Los dos niños ya eran casi unos hombres, y, aunque no se habían vuelto a ver, todavía conservaban los buenos recuerdos del tiempo que habían pasado juntos.
El destino quiso que a Hugo le encontraran un osteosarcoma en la pierna cuando tenía quince años. Lo que no sabía, era que, no muy lejos de allí, su mejor amigo de la infancia tenía otro en el brazo, el cual habían encontrado apenas unos meses antes.
Lo que ambos desconocían, era que se habían conocido en una consulta, mientras esperaban a ser atendidos. Los dos habían sido niños muy enfermizos, por lo que habían estudiado en casa hasta los seis años, cuando su sistema inmunitario había empezado a funcionar bien.
Sus padres los habían juntado para que se dieran un apoyo mutuo, porque, en realidad, se entendían mejor de lo que ellos pudieran llegar a creer.
Pero ellos habían perdido el contacto, creían que nunca más se iban a volver a ver. De todas maneras, a ninguno le importaba mucho. Ahora tenían otros amigos.
Y, sin embargo, el destino es traicionero.

A Eric le diagnosticaron que el osteosarcoma había hecho metástasis en los pulmones, dándole así una esperanza de vida del 30%. La noche en que le dieron la mala noticia, se tumbó en la cama, mirando al techo y sumido en sus cavilaciones.
Entonces, por algún motivo, sus pensamientos le llevaron a Hugo y al tiempo que habían pasado juntos, las risas que habían compartido. Estar con él era lo mejor que le había pasado en la vida, pero se había dado cuenta demasiado tarde.
Los años que habían pasado separados no habían sido ni de lejos tan buenos como aquellos días en los que se permitían soñar despiertos, disfrutando de la compañía del otro. Sintió un dolor en el pecho que distaba mucho de ser físico.
Esa sensación de vacío que había sentido desde el desastroso día en que la casita había estallado en llamas ahora por fin tenía un nombre: Hugo. ¿Cómo no podía haberse dado cuenta antes?
Finalmente, se quedó dormido con una promesa que le hizo a su almohada.

Hugo estaba en el salón jugando con Cob, el perro que habían adoptado cinco años atrás, cuando vio aparecer una sombra fuera de la casa, esperando tras la valla, sin saber si pasar o no.
Se levantó, entrecerrando los ojos. Aquella figura le sonaba de mucho, y su mente luchaba para arrancar los recuerdos. Finalmente, Eric se decidió a empujar la puertecita y enfilar el camino de entrada.
Hugo, con cada paso que daba el otro, estaba más y más confundido. No obstante, aquello se mezclaba con otro sentimiento aún más fuerte: alegría.
Salió a recibir a Eric con una sonrisa tímida en la boca. Sin embargo, en cuanto el otro le hubo visto, Hugo no pudo evitar correr a abrazar al que un día fue su mejor amigo. Se estrecharon fuertemente, ninguno sin poder creerse que, después de tanto tiempo, el destino hubiera decidido unirlos de nuevo.
En ese momento, la madre de Hugo salió al jardín, justo a tiempo de verlos abrazados antes de que se separaran. No pudo evitar evocar otro recuerdo que tanto se parecía a la imagen que tenía delante. Era la misma, solo que, ahora, ambos eran más altos y habían crecido físicamente; además, Eric llevaba el pelo más corto.
Decidió dejarlos solos, por lo que volvió dentro para que pudieran ponerse al día. Había más que contar de lo que ninguno creía.

Eric echó un vistazo al árbol, que aún no había crecido lo suficiente, y sintió pena y añoranza por aquellos tiempos.
–Hugo –le llamó Eric–. Tenemos que reconstruir la casa.
Su amigo no podía estar más de acuerdo, pero había un problema.
–¿Dónde?
–¿Te acuerdas del bosque que hay al lado de mi casa? Casi nadie pasa por allí. Podemos encontrar un árbol que se adapte y empezar allí.
Hugo sonrió y asintió. Se pusieron manos a la obra esa misma tarde, y, aunque tardaron un par de horas en encontrar el lugar perfecto para construir su nueva casa del árbol, se lo pasaron como nunca, bromeando y contando anécdotas del pasado y otras cosas que habían ocurrido en el tiempo que habían pasado separados.
Así, día tras día, los dos amigos se reunían para avanzar en su proyecto. La casita crecía cada día un poco más, y su amistad se consolidaba incluso más que cuando eran pequeños.
Cuando solo quedaba dar una mano de pintura y decorar su pequeño tesoro, a Eric le dio un paro cardiorrespiratorio, a causa del esfuerzo que había hecho para construir la caseta combinado con el cáncer que padecía.
Fue rápidamente transportado al hospital, y Hugo no le abandonó en ningún momento, a excepción de cuando los médicos se lo ordenaron. Una hora después, le dijeron que estaba vivo, pero en estado grave. El cáncer había avanzado.
Hugo pensó en volver a casa, pero decidió pasarse por la casita para ver cómo había quedado, ya que no había tenido oportunidad para ello. Las escaleras colgaban hacia abajo, invitándole a subir. Lo hizo.
Dentro, se encontró con que la casa no estaba tan vacía como había pensado. Se suponía que no iban a meter cosas hasta que terminaran de pintarla, pero el papel que había cuidadosamente doblado en el suelo indicaba lo contrario.
Hugo lo recogió.
Era un mensaje de Eric, para él.
Hugo, algo me dice que no me queda apenas tiempo. Me duele el pecho, siento que la vida se me acaba. Sin embargo, no te he dicho nada. Lo más probable es que mientras leas esto, yo ya no estaré a tu lado. Pero, créeme, encontraré la manera de estarlo.
Cuando me diagnosticaron la metástasis, me puse a pensar en los mejores momentos que había tenido a lo largo de toda mi vida. Tú estabas en todos ellos, al igual que la modesta casita.
Por eso, lo último que quiero hacer antes de desaparecer de este mundo, es pasar tiempo contigo, reconstruyendo nuestros mejores recuerdos, nuestro refugio. Siento haber tardado tanto tiempo en ir a buscarte, amigo.
Hace mucho tiempo que me hice a la idea de que no sobreviviría. Lo acepto y estoy preparado, y lo mismo debes hacer tú. Solo te pido un favor, un último favor. Quiero que me entierren debajo de este árbol, al pie de nuestro último tiempo juntos. Por favor.
Muchas gracias por todo. Te quiero, y asegúrate de tomarte tu tiempo para reunirte conmigo.
Eric.
Hugo volvió a doblar la carta, con lágrimas en los ojos. Él se estaba curando, pero su amigo probablemente no sobreviviría aquella noche. ¿Por qué no le había avisado de que algo iba mal? A lo mejor podrían haber evitado el paro cardíaco.
No obstante, ya no había nada que pudiera hacer. Tan solo le quedaba tener fe.
En ese momento, su móvil sonó. En la pantalla aparecía el número de su madre. Él cogió, tratando de evitar que la voz le temblara. Le fue imposible cuando su madre le anunció que su mejor amigo había pasado a una vida mejor.

Un hombre caminaba por el bosque, cogiendo con la mano a su primogénito, de once años. Había hecho ese camino cada día desde hacía veinte años, sin excepción alguna.
Por fin, llegaron a su destino: un imponente árbol, a cuya merced había una piedra con un nombre y un par de fechas escritas. Arriba, las flores y los tributos llenaban la pequeña casita.
–¿Te acuerdas de todas las historias que te conté sobre el luchador que era tan valiente que no temía a la muerte?
El niño asintió, pues no se podía quitar de la cabeza aquellas fascinantes historietas que su padre le contaba cada noche sobre un chico que, a pesar de todos los problemas que tenía, ayudaba a su mejor amigo y luchaba cada día contra el mal que le aquejaba, sin derrumbarse ni una sola vez.
–¿Qué es este lugar, papá?
–El sitio donde descansa ese héroe. Coloca ahí las flores –el niño obedeció, y luego se quedaron un rato en silencio, hasta que su padre le dijo–: Ya es hora de que volvamos a casa, Eric.

2 comentarios:

  1. SE ME ESCAPAN LAS LÁGRIMAS!! :''''(( Es precioso y triste a la vez... me encanta *'-*

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  2. Es tan triste y a la vez tan bonito :"c

    Besos<33

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